viernes, 24 de febrero de 2017

LA CASA DEL ÁRBOL


La única religión que he sabido explicarle a mis hijos
tiene por reino un árbol frondoso, algo de cuerda
y buena madera.
En la oscuridad del cuarto, cuando la noche convoca
los miedos de Iván para Iván, la cama es útero y es cueva que crea
y cura la angustia que nos cobija,
Aturdido y erizado, pega su lomo a mi pecho y yo,
aspiro su dulce olor animal.
Lo aspiro con ansia, como el depredador que olfatea enloquecido
un rastro, ése hilo pegajoso e invisible que ata su hocico
a la tierra y lo arrastra -sin tregua- hasta el hallazgo.
Así te respiro.
En esa intimidad construimos con pericia la casa
que nos salvará del desastre, porque no hay cura
si antes no hubo herida.
Escogemos el ramal que sostendrá el suelo, las poleas
que elevarán los frutos, el agua, la caza; todo el sustento.
Inventamos la escalera que nos acercará a la tierra.
Edificamos hasta que el sueño nos vence y el terror
se disipa y vuelve al padre del terror que lo guardará
hasta la noche de mañana, y la de pasado mañana,
y la del día siguiente a pasado mañana.
Es su forma de castigar nuestra soberbia por vivir.
No es mucho lo que les dejo.
Una casa en un árbol que apenas soporta
la embestida del día. Obligados a elevar un reino caduco
que solo alcanza a temperar su miedo a lo oscuro.
Mis criaturas salvajes olfateando el hilo pegajoso de un rastro de luz invisible y falaz
que doblegará sus hocicos a la tierra en espera del macabro hallazgo. 
No es mucho, lo sé,
pero es la única religión que he sabido explicarle a mis hijos.
Todo lo que no es selva, es muerte.